Una prosa edificante

   Guillermo Jiménez


Por: Víctor Manuel Pazarín


A Deana Molina


Ahora tengo una duda. ¿Thomas de Kempis es autor de ese libro universal y único?  Gillermo Jiménez  



Cantar y construir

México, se ha dicho, es una tierra de poetas y de arquitectos. La afirmación la sostienen los grandes poemas escritos desde el “Primero sueño” (de Sor Juana Inés de la Cruz) y hasta la “Piedra de Sol” (de Octavio Paz); la aclaran los poemas publicados a lo largo del tiempo. Quienes conocen la tradición poética mexicana lo saben: en los entretiempos que van de Sor Juana a Paz hay una (casi) infinidad de obras de enorme altura y profundidad. Por decir lo menos, esos versos deslumbran y nos hacen cantar cada vez que abrimos un libro donde están contenidos a manera de selección o antología o son un muestrario de este quehacer lírico mexicano.


Basta abrir los ojos en alguna parte del territorio nacional para darnos entera cuenta de que, pese al abandono de nuestros edificios, en estas tierras alguna vez se realizó una puntual y bella y grande obra arquitectónica en las calles de nuestras ciudades, pero sobre todo en espacios que pertenecieron a las culturas prehispánicas… se podría decir que poesía y arquitectura, en México, van de la mano, pues no son menores los poemas de Netzahualcóyotl y las edificaciones en, por ejemplo, el Altiplano nacional. Hay, de algún modo, un cierto paralelismo entre cantar y edificar. Existe, en todo caso, desde tiempos ahora remotos, una voluntad de cantar y labrar la piedra para elevar pirámides en un paisaje donde no había nada…


Uno tiene, en todo caso, la impresión de que para los naturales de estas tierras era lo mismo cantar y construir, edificar.

 ¿Acaso había alguna diferencia, entonces, entre escribir un poema y levantar un edificio en los tiempos antiguos mexicanos?


Edificar desde la prosa
Hubo un tiempo en el cual las artes se correspondían y participaban en la configuración de nuestra nación y lograron prefigurar primero lo que después seríamos y, posteriormente, definir lo que ahora somos como mexicanos. Nuestra música, danza, pintura, poesía, y arquitectura (y las demás artes) lograron hacer de nosotros lo que bien o mal somos…

¿Estaba todo creado ya?

Faltaba algo, que luego surgió. Una narrativa contundente que nos aclaró el camino. Y no es que no la haya habido antes, sino que se afinó y pulió a un grado extraordinario y los narradores surgieron para entregarnos grandiosas novelas y excelentes cuentos. Vino entonces otra época, la de los prosistas y ensayistas en México, en los primeros años del siglo XX —uno más que otros—, pero lograron unirse al coro de voces para completar la edificación de este país, colocando cada uno su grano de arena para la argamasa que unión las piedras y ladrillos para volver los campos yermos en ciudades.

         De entre esos artífices también aparecieron aquellos que no solamente contaban historias, sino que aprovecharon todas las corrientes universales y pulieron las piedras hasta volverlas un polvo finito y suave y disfrutable; es decir, los artistas que en base al trabajo arduo nos dieron ya no solamente novelas, sino también una delicia de escritura —a partir de este momento ya me acerco a mi objetivo—, que ya el solo hecho de saberla en nuestros labios resultaba un alimento no solamente nutritivo sino al mismo tiempo delicioso.

La narrativa mexicana, a comienzos del siglo pasado, en algunas voces, entonces, se convirtió en un gozo. De la dura narrativa costumbrista, y realista se fue hacia momentos cumbres de contar de manera excelente una historia y, a su vez, a hacer disfrutar a quienes leían los ya no rigurosos cuentos, sino una nueva modalidad que se nombró “prosas” o “bien poemas en prosa” y, asimismo, “prosa poética”, plenas de un lirismo fresco y reconfortante.

Los nombres de Julio Torri, Alfonso Reyes, Ramón López Velarde, entre muchos otros, como Juan José Arreola lograron transformar a la dura narrativa realista en bellos textos que no correspondían sino a una especie de mixtura entre narrativa, poesía y la fina música, es decir, textos donde se cantaba y contaba, se pensaba y exponían nuevas formas de decir las cosas. Conforme a las nuevas tendencias universales nuestros escritores fueron directo a un lirismo exquisito. Entre estos autores, podríamos colocar también —y muy fácilmente— a otro autor de Zapotlán, el antecesor del propio Arreola, a Guillermo Jiménez.

En Zapotlán el Grande, entre paréntesis, hay que aclarar que desde finales del siglo XIX surgieron artistas que colaboraron en mucho en la modernización no solamente de la nación, sino del arte. Guillermo Jiménez (escritor), José Rolón (músico), José Clemente Orozco (muralista) y, finalmente, Juan José Arreola (escritor)… han sido fundamentales en el proceso de la creación de nuestra nación y, por tanto del arte mexicano que es, sabemos, universal.

Guillermo Jiménez hasta hace poco, por motivos extraños, fue poco conocido y su obra no fue valorada adecuadamente. Es hasta hace poco, cuando el escritor zapotlense Héctor Alfonso Rodríguez Aguilar, con su Guillermo Jiménez: Ensayo biográfico (editado en 2010) que se ha comenzado a estudiar a nuestro autor.

Guillermo Jiménez, prosista
Se ha dicho que Jiménez es un poeta, lo cual es verdad. Sin embargo también se ha mencionado que el escritor es un novelista, de lo cual difiero de cierta manera. En esta parte del ensayo intentaré explicarlo.

La obra en prosa de Guillermo Jiménez está muy cercana a poetas como Rubén Darío, es decir, aparece en la red literaria del castellano empujado por la corriente del Modernismo; sin embargo encuentro además de esa clara influencia una cercanía con la obra de Rainer Maria Rilke, por su apego al lirismo muy particular y fuerte, además hay que advertir, cuando se lee su texto Zapotlán (1940) que se haya muy íntimamente inclinada hacia la prosa de Marcel Proust, quien huyó del realismo y el naturalismo para ir directo de un impresionismo, hacia el simbolismo y se vuelve su prosa subjetiva y una delicia del lenguaje.

Así ocurre en Zapotlán, de esa manera se abre casi todo texto de Guillermo Jiménez. Y de cierta forma la llamada novela del escritor no lo es del todo, puesto que a lo largo del libro lo que vemos es una serie de pasajes donde la memoria es un recurso para contar cualquier cosa que venga de manera casi espontánea. No hay trama. No hay drama. No hay no hay una clara historia en Zapotlán. Lo que encontramos es una serie de estampas muy bien logradas y puestas en una prosa exquisita y fina. No es, por lo tanto, Jiménez un novelista. No al menos como se concibe a uno de ellos. Cuando se entra a Zapotlán se entra a un sueño. Al ensueño de un lugar que bien es un lugar, una infancia, un espacio espiritual descrito de manera muy sutil y recuerda a los sonidos de los cristales finos cuando se tocan. Es un resonar, un tintineo. Pero debemos decir algo más: la escritura de Jiménez, en algunos pasajes alcanza una altura y una profundidad muy apreciables. Retrata con fidelidad un tiempo, un espacio y logra, es claro, conformar retratos nítidos de personajes que alguna vez fueron de carne y hueso y gracias a Jiménez se inmortalizaron. Recordados y descritos. Dibujados por una mano maestra. Retenidos por la memoria y, acto seguido, vueltos escritura y, por la enorme calidad de ésta, otra vez en vida. Es seguro que al leer a Zapotlán los seres de escritura se vuelvan a la vida y recorran sus pasos, al igual que lo hizo Guillermo Jiménez al escribir su obra.

Convengamos en algo. Jiménez no es novelista. Jiménez es un magnífico prosista capaz de hablar de manera estupenda de cualquier cosa y deleitarnos. En eso me recuerda a Alfonso Reyes, quien gracias a su genialidad las minucias se transforman en bellos objetos de escritura. Se hermanan, entonces, Reyes y Jiménez. Ambos son poetas, arquitectos, músicos, pintores… una reunión, un resumen.

La estirpe de prosistas mexicanos nace con ellos.

¿Quién es el autor?
Hay un paralelismo entre Zapotlán y en el cuasi ensayo ¿Quién es el autor de la Imitación de Cristo?, es visible desde la entrada del texto. Ambos son evocativos e invocativos. Surgen los dos trabajos a partir de un recuerdo, de la memoria de un acontecimiento y describen a la perfección los modos de proceder del escritor. Una especie de ars narrativa o poética. En ellos logramos descubrir el modo en el cual procede Jiménez en su escritura.

Evoca un cierto momento e invoca, es decir, el hecho lo trae del pasado al presente y lo conversa con el posible lector. La prosa vertida en este texto en conversatoria. Anecdótica y, a su vez, histórica y personal la anécdota nos lleva por camino de su propia experiencia y las circunstancias en las cuales leyó Imitación de Cristo de Kempis. Como es muy conocido el libro —quiero suponer que aún se lee— no voy a discutir lo que en él se narra.

Se debe aclarar que el procedimiento de Jiménez, al abordar el libro, no nos lleva a lo que es en estricto un ensayo, puesto que no encuentro —quizás me equivoco— a una tesis clara y a una argumentación que la defienda. Lo cierto es: nos invita a la lectura de esta obra de una manera muy amable y, por ende, amena.

Es la prosa de Jiménez lo que se disfruta, en todo caso.

Se puede decir, por otra parte, que Guillermo Jiménez es maravilloso escritor. Contagia debido a la emoción manifiesta. Nos instruye, es verdad, y nos lleva hacia el conocimiento del otro y su trabajo. Comparte Jiménez sus pasiones y sus lecturas, pero ¿aclara o aporta algo nuevo? Yo creo que aportó en su momento, ahora ya solamente es disfrutable el escrito gracias a la factura de su prosa. Es, de algún modo, ya irrelevante reflexionar si descubre nuevas cosas de la Imitación de Cristo. Lo cierto y claro es la escritura, el medio y forma de trasmisión de esa experiencia, muy cercana a la poesía y por la tanto a la vida. Un cierto misticismo desborda la prosa —digámoslo ya— poética de Guillermo Jiménez.

Si hay algo por lo cual se deba elogiar a Jiménez ahora es por la exquisitez de su escritura. Ya no es posible seguirlo, es decir, ya no podríamos tenerlo como un ejemplo de escritor, sin embargo sí deberíamos prestarle atención a su manera en la cual trasmite emociones a través de su material siempre poético. Es un autor que nunca deja de contar y cantar. De construir. De edificar. Hay mucho por aprender de Guillermo Jiménez, un autor surgido casi de la nada que generó —nunca se le apreció del todo en su momento— una manera muy rica de hacer literatura, hoy ya no practicaba por cierto.


Quienes alaban su obra deberían mejor estudiarlo y alcanzar la altura de él. No igual hacer las cosas. No elogiarlo sin leerlo. No colocarlo en un pedestal. No volverlo inalcanzable. Aprovechar los recursos líricos de que fue capaz de hacer desde Zapotlán el Grande, un pueblo del Sur de Jalisco.

Publicado en: La Gaceta Literaria, No. 2, Marzo de 2016, página 3, Ciudad Guzmán, Jalisco, edita: Editorial Sotavento Ltd., de la Fundación Santo Tomás de aquino, A.C.


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