GUILLERMO JIMÉNEZ ENTRE EL MODERNISMO Y LA MODERNIDAD





 Juan Pascual Gay
El Colegio de San Luis

Natural de Ciudad Guzmán, Jalisco, Guillermo Jiménez (1891-1967) llegó a la Ciudad de México en calidad de inspector de Correos del servicio urbano en 1916. Como es casi natural, Jiménez había comenzado publicando algunas poesías en medios locales hacia 1913, intrascendentes y previsibles, sometidas en todo punto al dictado del modernismo imperante que ya comenzaba a ser residual, cuyos temas se abandonan a la angustia y zozobra de una adolescencia inquieta y atribulada. 

     Seguramente esos primeros ensayos poéticos convencieron al joven autor de abandonar el verso y, en todo caso, indagar otros cauces más ajustados a su temperamento y sensibilidad. En el gusto y en la formación literaria de Guillermo Jiménez no fue menor una infancia campirana de cielo abierto y naturaleza asumida como sugiere la semblanza Constanza (1921), que en ocasiones bien puede leerse en clave autobiográfica.

     Un año antes de la llegada del de Ciudad Guzmán a la capital, se había constituido el grupo de los siete sabios, una “ironía estudiantil” que ha dotado de sentido histórico a ese periodo; la ironía reside en que, al decir de Agustín Loera y Chávez, “exactamente sólo ellos saben quiénes eran los siete, o si los siete eran cinco o nueve” (75); o como titula Juan Bustillo Oro el ameno y divertido capítulo de Vientos de los veintes, “Los siete sabios fueron dieciocho” (17). Por entonces Enrique González Martínez organizaba una muy literaria tertulia, en el salón del Heraldo de México o en su casa de San Rafael, a la que acudían, además de poetas reconocidos, unos jóvenes entre los que aparecen Carlos Pellicer, Jaime Torres Bodet, Bernardo Ortiz de Montellano, etcétera (Torres Bodet: 244 y 246).

     Carlos González Peña, junto con Agustín Loera y Chávez, despliega una intensa actividad editorial y cultural durante 1917, cuyo logro más visible fue la “Editorial México Moderno” en 1918, dotada de una personalidad adquirida “a la sombra espiritual de Enrique González Martínez y Antonio Caso”, cuyo taller situado en Donceles atendió tanto las ediciones Cvltvra, la revista México Moderno, la “Biblioteca de Autores Mexicanos Modernos”, como la “Novela Quincenal”, el “Folletín Semanal”, la Revista Musical de México, las “Monografías Artísticas” (Loera y Chávez: 132-133). Probablemente el origen jaliciense de Jiménez lo acercó a Carlos González Peña, director en 1916 de Vida Moderna, quien le abrió las páginas de su semanario en las que entregó algunas colaboraciones.

      En Vida Moderna, Jiménez se hizo cargo de la columna regular “Crónicas frívolas”, nombre tomado de sus colaboraciones en el diario El Presente de Guadalajara en donde escribió en 1915, en las que atiende a noticias y avisos, eventos y acontecimientos de sociedad, cenáculos y cocteles de prosapia, que si no destacan por su calidad literaria, acuciaron su curiosidad por los ambientes mundanos y afinaron una prosa que encontró en la agilidad de la impresión su cauce favorito. Es posible que debido a la amistad entre González Peña y Jiménez, éste se hiciera con las personas idóneas para situarse confortablemente en el medio cultural, puesto que en 1917 es ya colaborador formal tanto de El Universal como de su suplemento cultural, El Universal Ilustrado. Unos meses después, a partir de julio de 1918, Guillermo Jiménez entrega frecuentes colaboraciones en Álbum Salón, subtitulado de manera elocuente El periódico de la elegancia. Literatura. Modas. Sociedad, dirigido por Enrique V. Sesto, hermano de Julio quien en los mismos años comandaba Tricolor,  que salió de las prensas de la Imprenta Franco Mexicana entre julio de 1918 y junio de 1919. El de Ciudad Guzmán publicó fragmentos y relatos, acordes con su gusto por la prosa breve y modernista, recargada y sensual, como se advierte en “El collar”, aparecido en el primer número del periódico de Enrique Sesto, que concluye de manera ilustrativa: 

     ¡Por fin se fue! A las diez de la noche vendrá el joven poeta con un ramo de rosas y un madrigal sonoro; cantará a mi belleza y a mi cabellera de luz; admirará la blancura y las líneas impecables de mi cuerpo. ¿Qué más? Cual una ninfa me verán sus ojos; en el fondo marchito del biombo luciré mi desnudez espléndida, y él, cual sátiro joven, buscará la miel de mi boca y me dirá al oído: ¡Oh mi gran amada! ¡Qué fascinantes se ven en tu cuello de nieve esas gotas de sangre cuajada! (1918: s. p.)
Guillermo Jiménez no olvidaba incursionar en la crítica literaria, tal y como atestigua su artículo “Prosistas jalicienses” aparecido en el número 9 de marzo-abril de 1919 de Álbum Salón, en el que incluye, además de sí mismo, a Agustín Basave, y que resulta inspirado en el tópico del “menosprecio de corte y alabanza de la aldea”:  

     Y llegado que haya al campo, a las playas salvajes o a la inhiesta montaña, sin volver siquiera la cabeza para contemplar las torres y las almenas de la ciudad abandonada y lejana, sentirá un inmenso alivio, sacudirá las cadenas que le tuvieron atado a la roca de todos los convencionalismos y verá al enorme buitre de las preocupaciones alejarse en su precipitado vuelo, más allá de las nevadas cumbres, aún más alto que las errantes nubes y perderse, al fin, en el cielo, bajo la ardiente pupila del sol. (s. p.) 

     En la misma publicación, en el número 12 en octubre de 1919, se publicó un fragmento de La de los ojos oblicuos acompañado de un retrato de García Cabral (s. p.).   

     El origen foráneo de Guillermo Jiménez, así como sus responsabilidades profesionales, no le permitieron que se integrara a una Preparatoria que es entonces el centro de formación de los inminentes intelectuales mexicanos. Más bien, el trato con sus correligionarios se dio a través de Carlos González Peña quien, con seguridad, le presentó a Agustín Loera y Chávez y a Julio Torri. Por eso, Jiménez durante esa década apenas forma parte de un cenáculo definido, sino que se presenta como alguien independiente, poco gregario, más pendiente del hacer que del conversar, movido por una curiosidad que era incapaz de compartir, interesado en sus propios asuntos y proyectos. Guillermo Jiménez pertenece a una promoción incómoda en términos de historia literaria: sin formar parte del grupo del Ateneo de la Juventud, tampoco se confunde con la posterior de Contemporáneos. 

     El hecho de que Jiménez se entregara casi de inmediato a una alborotada actividad literaria y cultural, tampoco favorece adscribirlo a un grupo, a una promoción o a un cenáculo reconocible. En todo caso, su modernismo  literario y emocional lo remite a Genaro Estrada y sus adláteres, pero por afinidad personal antes que porque hubiera colaborado en algún evento significativo del grupo. Tampoco participó en ningún acontecimiento digno de mencionarse hasta su intervención en la polémica de 1932. Más bien, su imagen se construye a partir de claroscuros, con más sombras que otra cosa, debido en parte a la poca información que hay de sus afanes y sus días. Lo cual, sin duda, es elocuente de su discreción o de su reticencia social y, desde luego, de su reactividad hacia cualquier tipo de gregarismo.  

     Entre 1916 y 1920, el autor publicó cuatro libros: Almas inquietas (1916); Del pasado (1917) , prologado por Enrique González Martínez quien no escatimaba esfuerzos a la hora de promover a jóvenes. Del pasado se subtitula elocuentemente “Prosas de Amor”, de manera que el autor era ya consciente de que sus relatos no cabían propiamente dentro de los cuentos o narraciones al uso, sino de que eran otra cosa a la que escueta pero atinadamente denomina “prosas”. El librito fue reseñado anónimamente en el número 15 de la revista Pegaso, en 1917, y allí se decía, retomando palabras redactadas por González Martínez en el prólogo: 

     Este género literario de narración breve, del esbozo ligero, del apunte fugitivo, convida a cultivarlo por su facilidad aparente. Cabe con holgura en una página, y parece que demanda poca intensidad de labor, esfuerzo insignificante y brevísimo tiempo; pero, en cambio, es un género difícil. Cada nota de esas que parecen escritas a vuela pluma, ha menester un suave perfume de gracia, una observación penetrante, o una indiscreta ironía, o una trascendencia oculta, o una emoción sutil y refinada. Estas minúsculas grageas literarias deben estimular como una droga excitante, producir picor en la lengua, o, cuando menos, perfumar el aliento. Lo soso está prohibido. De esta literatura, más que de cualquier otra, debe desterrarse lo mediocre. (10)  

     González Martínez subraya en estas líneas los rasgos distintivos de las prosas de Del pasado que a partir de ese momento se vuelven constantes por lo menos en una línea de la escritura de Jiménez, aquella más moderna y actual, vigilante de la prosa que se escribe en Europa, pero que tampoco desatiende a la que se está escribiendo en México. Propiamente, Del pasado inaugura el temperamento literario de Guillermo Jiménez, es el libro en donde aparece entero y completo, en el que ya es rastreable lo mejor de su propuesta literaria. Un par de años después, llegan a los escaparates La de los ojos oblicuos (1919) y  La canción de la lluvia (1920), primorosamente editados por la Librería Española. En general, el autor no esconde su deuda con la poética de Juan Ramón Jiménez y Andrés González Blanco, Enrique González Martínez y Ramón López Velarde. Se trata de una prosa sensual y colorista, que prefiere la brevedad y la concisión a la largueza y dispersión; sumisa a los modelos entonces a la mano, deja entrever una sensibilidad fina y perceptiva. Almas inquietas, propiamente el primer libro del autor, recoge 11 cuentos y 2 prosas, pero en los cuentos ya aparecen asuntos que más adelante ocuparán sus prosas y crónicas, como por ejemplo “La Petite Otero”, que recrea atmósferas de locales marcadamente bohemios que, poco después, frecuentará tanto en Madrid como París, pero sobre todo suministra los motivos de esa fascinación por el ritmo y el baile que serán perdurables en su interés: 

     Desde entonces no falté una sola noche al salón de variedades; me extasiaba con sus rítmicos bailes clásicos; me deleitaba con el fuego de sus ojos, y soñaba con el milagro de su cuerpo. […]  La dulce amiga bailaba divinamente, y pronto sus triunfos corrieron de boca en boca; los cronistas no hablaban de otra cosa, llenos de admiración; celebraban con frases sonoras los movimientos magníficos, delicados y espiritualmente bellos de la “Petite”; los viejos empresarios se la disputaban; sus retratos adornaban las elegantes revistas de moda; diariamente recibía mil tarjetas ilustradas solicitando su autógrafo; las grandes casas amplificadoras exhibían los retratos en los mejores escaparates de las avenidas… y yo, a cada día, a cada instante, me enamoraba más y más de tan hermosa y atractiva mujer. (31-32) 

     Más interesantes son las prosas, no tanto por su calidad en ese momento como porque asoman como el género más afín a Jiménez. Dos incluye en este libro: “Las mujeres de la tropa” y “La tísica”. Estos texto revelan esa curiosidad por la imagen literaria o, mejor dicho, por la fotografía literaria precisa y escueta que lo sitúa con naturalidad dentro de una modernidad literaria asociada con la prosa. Pero en estas primeras, todavía hay una innegable deuda con un modernismo de receta y sin tensión, en el que el gesto literario encubre el propósito poético. Por ejemplo, “La tísica” resulta anacrónica y antigua ya en 1916, próxima a los relatos decadentes, sin rastro de la maestría en la instantánea que le será reconocida más tarde: 

     Su bello rostro pálido tiene el encanto de la magnolia; su nívea frente lleva la tenue palidez de la cera; en sus serenos ojos hay dos flores de tristeza: las ojeras; y en la profundidad de sus negras pupilas, pupilas misteriosas que ven algo muy lejano, muy vago, muy suave, hay un poema, una leyenda. Su frágil cuerpecito parece un blanco nenúfar besado por el sol; parece un lirio inmaculado que se aduerme en las ondas irisadas de un largo sueño. (63) 

     No pasaron desapercibidos los dos primeros libros de Jiménez. José López Portillo y Rojas publicó en Nuestra América un artículo titulado “Un cuentista mexicano”, reproducido en el número 104 de Biblos, el 15 de enero de 1921, en el que saludaba la llegada de Jiménez a la literatura mexicana con una reseña sobre los cuentos de Almas inquietas: 

     Admiro y aplaudo a Guillermo Jiménez, que hace su aparición en la arena literaria con dos libros tan bien acabados en la mano.  

     Iniciarse así significa poner los pies en el camino del triunfo. Estilo formado ya, fuerte, refinado, exquisito; altiva imaginación, que crea cuadros de despiadada potencia; descripción vertiginosa y enérgica, que con unas cuantas pinceladas da claro oscuro, colorido y relieve a objetos y personajes, simpatía humana, honda, callada y penetrante, bajo capa de crueldad escondida, y sobre todo ello, un profundo sentimiento poético, difundido y como esfumado en el crudelísimo encanto de esas endechas en prosa. (9). 

     Fragmentos de La de los ojos oblicuos ya habían aparecido en El Universal Ilustrado, el 14 de marzo de 1919: “Tea-Room” y “Le souvenir d’autres yeux” (5); y también una entrega posterior en el mismo semanario, el 25 de abril de ese año, que reproduce otras cuatro prosas: la que da título al librito, “La de los ojos oblicuos”, “Mi amada no gusta de los libros”, “Diálogos furtivos” y “Serenamente” (12). Los volúmenes fueron recibidos amablemente en el medio cultural como registran algunos comentarios y notas. El acuse de 21 recibo de las prosas de Jiménez y, sobre todo, el prestigio de algunos comentaristas, no deja de ser significativo a la hora de conjeturar el predicamento del que gozaba como promesa de las letras mexicanas y, en particular, como representante de la nueva prosa. Acerca de La de los ojos oblicuos, comentaba González Martínez en las páginas de Biblos, núm. 104, el 15 de enero de 1921: 

     Un libro de cosas breves, de emociones fugitivas, de esbozos pasionales, de amor y de juventud.
Jiménez labora con una preciosa constancia anunciadora de que hay en él un temperamento de artista y un espíritu que asciende. De su primer libro Almas inquietas al segundo Del pasado el nivel estético se eleva y la mano se afirma. En La de los ojos oblicuos hay excelencias que sus trabajos anteriores daban derecho a esperar, lo cual quiere decir que el autor ni nos desilusiona ni nos defrauda. El tono de la confidencia íntima, de la observación directa, el minuto vivido es patente; la existencia no ha seguido en balde su curso; el alma ha sido aleccionada y ya sabemos que el noble Vauvenargues decía que “los grandes pensamientos vienen del corazón”. (10) 

     En octubre de 1919 apareció una nota anónima en Álbum Salón acerca  La de los ojos oblicuos (s. p.). Pero es en el número 43 de Biblos, el 8 de noviembre de 1919, en donde se publica una reseña también anónima, sucinta pero elocuente, que ofrece las directrices sentimentales de las prosas: “La edición es preciosa, verdaderamente de Arte. Es un libro de voluptuosidad, de juventud, de pecado; parisino en todo; con excepción de una nota mexicana en que el joven erótico revela su pobreza, titulada El Mercader de Libros”. El volumen está dedicado “Al señor Tomás Sansano, leve homenaje a su gran corazón”. No es difícil conjeturar que el destinatario fue quien recibió al autor en su casa de la Ciudad de México, procedente de Guadalajara, y quien le ayudó a adaptarse en sus primeros meses de estancia. Lo más probable es que se tratara de un amigo de su padre que le hizo el favor de hospedarlo. El librito está compuesto por 15 prosas de diferentes temas y asuntos, pero siempre vinculadas con la descripción de ambientes, momentos y sucesos. La de los ojos oblicuos exhibe ya un desinterés por el relato convencional, sustentado en una débil trama que ordena sucesos y hechos.

     La anécdota está al servicio de la mirada del autor que indaga más allá de lo que se ofrece a sus ojos, en donde la voluntad de recrear la emoción es la que condiciona la escritura. La dueña de esos ojos opera como una imagen esquiva e inaprehensible que el autor busca a través de todos los relatos del volumen y que es el único motivo que lo dota de una relativa unidad. La estrategia narrativa es imaginativa y novedosa, puesto que el narrador, sorpresivamente al volver cualquier página, alude a la de los ojos oblicuos. La imaginación y el deseo se erigen entonces como los motores de estas prosas que en lugar de narrar, indagan, en vez de ordenar, dispersan, como la mirada misma de un observador prejuiciado y obsesionado. Otro aspecto más llama la atención, un gusto cosmopolita que no se sabe muy bien de dónde procede y que, en ese momento, resulta sorprendentemente actual; no es ya el género en sí mismo lo que destaca, sino el uso de palabras y términos que entonces no estaban dentro del léxico literario acostumbrado.  

     La prosa que titula el volumen, la primera del librito, “La de los ojos oblicuos”, supone una figuración de un Guillermo Jiménez no en el momento de la escritura, sino del que será apenas dos años después, lo que sugiere por lo menos una ambición personal planificada y diseñada: 

    Mi compañero –poeta, crítico de arte y diplomático, que sabe de la frivolidad y del encanto de París, de la diáfana melancolía de los atardeceres de Italia, del estrépito seductor de New-York y de las nieves que copiaron las pupilas abismadas de aquellas lindas princesas de cuento que se llamaron: María, Olga y Tatiana –asegura a su pequeña nariz los arillos dorados de sus lentes, unos lentes grandes, redondos, unos lentes chic sujetos al cuello por una flamante cinta de seda, y continúa su charla jugosa y amena sobre el dulce y amargo Jules Renard. (13-14) 

     El personaje opera como un doble de Jiménez, un sujeto mundano y soñador, elegante y algo decadente, que recuerda un poco al Des Esseintes de Huysmans con ademanes de Monsieur Teste: “Habla lentamente, matizando la conversación con sutiles paradojas; sus opiniones son completas y tienen la sugestiva seguridad adquirida en luengas horas de estudio y luengas horas de pensar” (14-15). Pero no deja de representar al joven que parece ser y, además, muy moderno sino nos atenemos a sus aficiones: “Vamos a remar; remar para mí es el sport más armonioso de todos; mire usted: el fuego del sol, el azul del cielo y el zafiro del lago… ¿qué más?... el verde y el aroma del bosque… Vamos a remar” (15). El deporte del remo no debía de ser muy popular entonces en México, por lo que, más bien, puede pensarse que se trata de una afición de procedencia libresca, asociada con las regatas de Oxford y Cambridge, modelos de comportamiento y distinción, de gusto y clase, que opera como metáfora de un prestigio de estirpe aristocrática y cosmopolita. Las figuras y ambientes sofisticados y refinados, sensuales y eróticos, se suceden en este libro como si fueran su verdadero interés y su genuina justificación, como se advierte en “Esta era una amiga gentil”:  

     Es alta, morena, de grandes ojos, viste a la “inglesa”, lleva anteojos atrozmente exagerados; charla con afectada vehemencia y agita los guantes con marcada distinción; correctísima, afable, presume de nervios y más de una vez ha cenado, temblando de espasmo, en el “Waldorff-Astoria”… Su acento es ligeramente neoyorkino y le encanta sobremanera que le repita que es muy, muy smart. (22-23)  

     No es difícil adivinar la influencia de la publicidad sobre la mujer moderna e independiente, femme fatale refinada y provocativa, al mismo tiempo competente y liberal muy belle époque, de la que da cuenta esta prosa. La imagen femenina propuesta por Jiménez es la de “la mujer moderna”, no sólo obsesionada en su apariencia, sino, como dice Jordi Luego López, que “añadió el factor de la “puesta en escena” de las prácticas sexuales en el espacio público, y no precisamente en cuanto a lo que atañe a la prostitución, sino más bien a la “libertad sexual” de las mujeres en sus más variadas y múltiples representaciones” (32-33). Y además sin decirlo explícitamente, las relaciones entre hombre y mujer dispuestas por Guillermo Jiménez obedecen al flirt, ese juego erótico y amoroso regido por el compromiso único del goce sexual, un encuentro efímero en condiciones de igualdad entre hombre y mujer. También los ojos de quien mira exhiben y trasladan un vehemente erotismo; unos ojos que no sólo son observados por el prosista sino que a su vez observan, mediante un ingenioso desdoblamiento que muestra la capacidad descriptiva del autor: “Tiene los ojos verdes, de un verde de aguas quietas, de esas aguas muertas que en los vallados transparentan secas ramazones y hojas amarillas; son unos ojos insinuantes y en completa expectación a todo movimiento varonil” (35).   

     También apareció en Biblos, en el número 72 del 5 de junio de 1920, una reseña anónima sobre La Canción de la lluvia que, como en el caso anterior, subraya la cuidada y esmerada edición, y reconoce ya el creciente prestigio del autor en tanto prosista, pues esta obra “en poco tiempo ha logrado conquistar un sitio preferente en medio de los modernos prosadores mexicanos” (87). Los dos volúmenes además de compartir sello editorial, exhiben un diseño de portada semejante, sobrio y adusto con un tipo de letra en el título clásico, apenas acompañado por un detalle decorativo; sin embargo, coinciden en una viñeta en la parte inferior derecha de la portada que es el exlibris del autor. Este exlibris, igualmente discreto y afilado es el mismo que el autor describe en su prosa, “Pajaritas de papel”, incluida en La de los ojos oblicuos:   

     Rubia, de largas pestañas, las pupilas glaucas, como dos piedras preciosas que se hicieron líquidas; la nariz un poquito remangada y la boca en forma de un pequeño corazón.; menudita cual una muñeca de Sèvres y sus manos pálidas, tersas y afiladas como las manos pálidas, tersas y afiladas como las manos de las santas vírgenes pintadas en los retablos de los viejos claustros, que apenas sostienen entre el pulgar y el índice el embeleso de una azucena hecha de lágrimas de luna… Así era María Luisa. (67-68) 

     La canción de la lluvia presenta una temperatura literaria diferente a La de los ojos oblicuos. Apenas cuatro prosas configuran el volumen: “La canción de la lluvia”, “El caso del señor Octavio”, “Aves perdidas” y “El encanto del misterio”. A diferencia del anterior, éste exhibe cierto interés por un relato que, sin acaparar plenamente la atención del autor, opera como una estrategia para cohesionar la mirada demorada del narrador. En este sentido, los relatos son menos escuetos y directos que los de La de los ojos oblicuos, menos sometidos a la fuerza de la mirada sin arrumbarla del todo, interesados en las posibilidades de una escritura que no abdica de su voluntad evocativa y descriptiva. No es mera coincidencia que cada uno de los relatos se divida a su vez en capítulos que propician un apunte detenido más cercano a la estampa literaria que al cuento. El comienzo de “La canción de la lluvia” es ilustrativo de este recurso, cuyo final clausura la incertidumbre de una espera sostenida, en donde la indecisión parece un pretexto para la descripción anímica de un atardecer lluvioso: 

¿Vendrá? ¿No vendrá?  

Era demasiado tarde; por las viejas veredas regresaban los campesinos con el azadón al hombro y el morral vacío, envueltos en la paz augusta del atardecer incoloro. 

Las mujeres, descalzas y taciturnas como humildes peregrinantes, volvían a la hacienda cargando manojos de olorosa hierba y cestas repletas de flores húmedas. (13-14)  Sin embargo, esa espera inicial, a pesar de frustrarse en la primera sección, es la que persiste a lo largo de un relato cuyo enigma reside en la solución de esa incertidumbre. Jiménez no sólo ha modificado el temperamento de su prosa sino que ha cambiado el objeto de su interés: ya no son los espacios elegantes y refinados, tampoco los personajes cosmopolitas y refinados; sino el campo y sus moradores los que concitan su atención. En este sentido, La canción de la lluvia prefigura la evocación de Constanza; mientras que La de los ojos oblicuos precede en estilo y propósito a La ventana abierta de 1923. Guillermo Jiménez no se conforma únicamente con proponer un cauce hasta cierto punto innovador y muy actual, sino que indaga en sus posibilidades literarias, en su naturaleza flexible y maleable a fin de ajustarlo a sus expectativas expresivas. Lo que en algún momento se presentó como la simplista imitación del gesto modernista, ahora surge como una maduración de estirpe simbolista, en la que con naturalidad el paisaje de la provincia velardeana es trasunto del alma: 

     Caminé bajo la lluvia con el corazón preñado de tristeza; mis plantas supieron las charcas y de los lodazales de la senda. 

     Mi madre, intranquila, me esperaba tras las vidrieras, con un rosario de concha entre las manos.
-He rezado tanto por ti, murmuró con voz de sortilegio. […]
Por contestación le di un beso en sus manos monásticas, manos largas como santas manos de retablo. (16-17) 

     Es la agonía de María Esther, a quien espera el doliente protagonista, la que desvela el misterio de su zozobra: “Estoy enferma, mi amor, muy enferma; me moriré muy pronto; vine a verte por última… Mira, el céfiro me hace daño, pero ¿qué importa?... si te quiero tanto… El pastor no te había contado, ¿verdad?, cuando traía las ovejas al remanso le dije que te buscara; no te vio nunca…” (24).

     El segundo relato, “El caso del señor Octavio”, puede considerarse un relato marco, un relato dentro de otro relato, en esta ocasión contado por la señora Prieto en medio de una reunión femenina a la que asisten Lupe que “acariciaba un dije de oro”, Angelina quien “se deleitaba con el arqueo lujoso de sus pies breves”, mientras Aurora lucía “sus dientes en rica y aromada bombonera” (34). La tertulia formada por señoras y jovencitas tiene lugar en algún salón de una gran ciudad, pero el espacio de la narración que concentra su atención es un villorrio de la provincia mexicana: 

      No es cuento, es verdad; ¡Ojalá fuera cuento! Ya verán: fue en el año de 1891; era joven yo entonces, ustedes tal vez ni habrían venido a este malhadado mundo; vivía yo en mi pueblo, un pueblo pequeño y tranquilo, que está en la falda de una montaña; todos los días iba a misa muy temprano, y, por la tarde, con mi madre daba un paseo en el jardín; después, el billar, los amigos… y así pasó mi juventud. (36-37) 

    El relato es posible que se haya originado en alguna leyenda popular de fantasmas y espectros, en que el uso del número tres de las oyentes del relato o las ocasiones en que se aparece el cuerpo de María Luisa a la narradora, pondera su naturaleza tradicional; lo cual añade al ambiente urbano y liberal cierta superstición que opera como contrapunto al prestigio de una modernidad descreída y laica. Sutil y discretamente, Jiménez introduce la ironía como recurso literario de primera mano. “El encanto del misterio” concluye el volumen. A diferencia de los anteriores, éste recrea una atmósfera exótica y cosmopolita, como si de un cofre de mago se tratara, abigarrado de objetos persas y chinos, franceses y norteamericanos, que vuelven a los objetos y cachivaches objetos de deseo inmediato.

    Otro rasgo indudable de actualidad es precisamente el prestigio del objeto, como trasunto del deseo del desconcierto del hombre moderno, cautivado por los estímulos sensoriales. Un baúl de monerías de origen indistinto e indiscriminado ubicado en “una tiendecita de elegancias, de esas tiendecitas minúsculas donde hay pieles, manguitos, encajes holandeses, collares de ámbar, guantes” (55); esos locales de todo y nada cuyo reclamo es justamente la amalgama de cosas y formas, colores y texturas, aromas y piezas, que incitan a perderse o esconderse llevados por una imaginación agitada y efervescente, incitada por el misterio y el enigma no de lo que se ofrece sino justamente de lo que presuntamente se oculta y esconde. Metonimia de la poética de Jiménez, pero también de la tentativa de su escritura. El personaje de este relato busca “telas exóticas de colores fuertes” para encuadernar un ejemplar de Omar al Khayyam, autor frecuentado entonces en los círculos literarios de México y, además, un paspartú a modo para enmarcar “estampas niponas pintadas por Hokusai y Shunjo Kihara” (55-56). La exuberante sensualidad que lo mismo afecta a la vista que al tacto, satura aún más la atmósfera al completarse con los perfumes que “ella compraba” (56). Desde luego, no podía faltar el oído en esta recreación:  

     Su voz tenía admirables matices y llegaba a mí con el lánguido abandono de una caricia lejana.
-De Roger ya no quiero; Fleurs d’Amour se ha vulgarizado mucho, muchísimo; todo el mundo usa Fleurs d’Amour. (56) 

     Esa primera visión se pospone una vez que ambos abandonan el local. Entonces, surge el azar como una maquinaria capaz de establecer coincidencias tan arbitrarias como inevitables, contribuyendo de este modo a dotar al misterio de un sentido que no reside en la revelación de lo ignorado o desconocido, sino de lo inevitable: “Ustedes saben que hay en la vida locas casualidades, cosas misteriosas, increíbles, cosas que suceden y que cuando se cuentan parecen inverosímiles y absurdas; cosas que uno mismo dudaría si le fueran relatadas por un tercero” (61). Lo inverosímil se suma a lo necesario, de manera que la casualidad es la prueba de que el azar no deja de ser una oscura premeditación. La reflexión del narrador bien vale la pena si la situamos en un momento en que el surrealismo, principal valedor de la casualidad como hallazgo artístico, aún no había consignado esta directriz estética. El encuentro entre los amantes tiene todos los aditamentos de una puesta en escena decadente y finisecular en la que no faltan ni un dibujo de Felicien Rops, Cocottocratie, alusivo a la práctica sadomasoquista, ni la contemplación arrobada de viejos libros bellamente encuadernados, mientras Irma, la enamorada, relata “una doliente historia de amor, un matrimonio desigual, y esta era la causa de sus pesares, de su desencanto y del anhelo profundo y perenne de encontrar un corazón hermano” (67).  Esa fraternidad transforma el erotismo de la cita en una confidencia que justifica el título del relato: la fervorosa creencia de que todos son fantasmas por parte de Irma: “Es que usted, el señor Woog y yo, la señora de Woog, todos somos fantasmas” (68). A pesar de sus intuiciones literarias, si no plenamente vanguardistas, por lo menos parecidas, Jiménez no duda en adornar el relato con una serie de tópicos procedentes del fin de siglo que comprenden tanto el tedio y el mal del siglo, como la neurastenia y la hiperestesia, para retratar moral y físicamente a Irma. Estas vacilaciones y recurrencias son reveladoras del momento literario en el que el autor escribe este relato, a medio camino entre arrumbar definitivamente el modernismo de sus inicios y abrazar una poética más ajustada a la renovación literaria de la década de los veinte. Se advierte cierto desarreglo en la composición, un conflicto estético de la atmósfera y los personajes recreados con las estrategias discursivas empleadas, como si Jiménez  ante el asunto tratado no supiera muy bien cómo resolver los problemas literarios que se le plantean. Al final, se descubre que en realidad la prosa no es sino un “cuento de amor” que el autor destina a “Margarita, amiga desconocida” (109). La conclusión parece corroborar esa vaguedad de la estructura del relato y se aprecia como un recurso repentino para justificarlo. La factura de la conclusión exhibe cierta precipitación que aparenta ante una ocurrencia de última hora, que la obediencia a una estrategia narrativa previa. Es interesante advertir como los modelos femeninos prefigurados por Guillermo Jiménez calaron entre los lectores como escribe Cube Bonifant en el artículo “Peliculerías”, aparecido en El Mundo, el 4 de septiembre de 1922, sobre el magazine La Virtud Femenina: 

     Muy buen papel, lleno casi siempre de retratos de muchachas embellecidas de virtud; interesantísimos artículos en que se trata de las cualidades principales de los pájaros; versos tan dolientes como la voz de las campanas, escritos parcialmente para la revista, por poetas tan trasparentes y de ojos tan azules, como las heroínas de Guillermo Jiménez. (104)   

     La prosa, más bien una instantánea, es fiel al estilo de Guillermo Jiménez: una prosa pulcra y precisa, en la que la concisión no merma sentido ni significado al relato, con un uso calculado de la alusión que, junto con la ironía, son los recursos sobresalientes. El relato privilegia antes el ritmo que el asunto, antes el oído que el asunto. Ahora es la prosa poética la que es capaz de crear una imagen eminentemente visual, pero que no renuncia a apelar al resto de los sentidos; una escritura escueta y lacónica, pero también sensual y evocativa.  Entre sus cualidades sobresale el uso elegante y ajustado del adjetivo que subraya lo sensual y sensorial. A diferencia de otros de sus contemporáneos, la atención y cuidado de esta prosa poco tiene que ver aparentemente con la vanguardia entonces en boga. Si estas prosas introducen elementos que se advierten en expresiones propiamente vanguardistas, el conjunto delata su deuda con lo mejor del modernismo. 

     En enero de 1919, Guillermo Jiménez entregó a la revista Cervantes la colaboración “Crónica romántica”, afín a la temperatura literaria y poética de La de los ojos oblicuos y La canción de la lluvia. La mirada alerta de Jiménez subraya la sensualidad del asunto propuesto: “Toda ella era tan deliciosamente sonrosada, que fingía una frágil muñequita de mayólica; su cutis, sus labios, sus uñas, su traje y la transparencia de sus medias; y era tan seductoramente locuela, que parecía una adorable mariposa” (92). El procedimiento es ejemplar: la comparación como recurso indispensable y la enumeración rápida y ágil para mostrar un retrato físico inmediato, completado por una comparación de tipo moral. El símil acertado y la enumeración ajustada son los instrumentos recurrentes de la prosa de Jiménez que, con todo y su brevedad, elevan a la precisión y a lo instantáneo su objeto preferente.  

      Pero el retrato no acapara la atención por completo del autor, sino que es un pretexto para unos apuntes de época que resultan naturales en la misma prosa: 

     Princesas ha habido que dejan su elegante alcoba azul, tibiamente perfumada y que, en busca de una vida nueva, se largan bonitamente con un bohemio de melena lacia y de corbata loca. ¿No recuerdan ustedes la ruidosa fuga de aquella gentilísima Clara Ward? Clara Ward, princesa de Caraman-Chimay; tal vez fatigada de la nobleza, de la vida de salón y fastidiada de las siempre iguales caricias del augusto compañero, prefirió nuevas emociones y simpáticamente trocó su egregio marido por un violinista zíngaro, que se llamaba ¿cómo se llamaba? Se llamaba Rigo; y después, cínicamente, cambió a Rigo, prefiriendo al mozo que la servía… (93)   

      El trazo, irónico y burlón, transforma la temperatura sensual de la prosa en favor de la personalidad de una dama de alcurnia, seducida por la vida canalla, en detrimento de aquella a la que estaba destinada por cuna. Algo hay de provocativo y voluntariamente escandaloso que no puede comprenderse sino justamente en relación con su retrato. La desmitificación y el cuestionamiento de los modos y maneras son recurrentes en estas narraciones de Jiménez, que no ocultan su distanciamiento de la realidad y, a la vez, impugnan los tópicos de un modernismo crepuscular ya en 1919. La postal, la fotografía, la viñeta, aparece en la década de los veinte como un ejercicio serio, que exige por igual disciplina y rigor; un cauce maleable y ajustado a las intenciones del autor, en donde cabe tanto la crítica feroz como el encomio. Agustín Loera y Chávez aboceta la capacidad expresiva de sus retratos, mediante unas consideraciones propiamente poéticas que algo dejan entrever del género: “He aquí una pequeña serie de bocetos que aspiran a presentar, como en los trazos elementales de un cuadro en gestación, los lineamientos más simples de unos cuantos retratos, […]” (3) Pero es González de Mendoza quien mejor afina las propiedades de la viñeta: “Acierta en los giros ágiles, en las frases armoniosas, en los substanciosos extractos. De su facultad de exposición es resorte el uso de la palabra apropiada. Su prosa es tersa, bruñida y le añade lucimiento el hábil manejo de los tropos. La proporción de los trazos para diseñar las figuras es equilibrada, y es sobria y sugerente la pintura del medio en que se movieron” (XIII). De estas palabras, puede extraerse ciertos aspectos de la poética de Jiménez: la debida proporción que prefiere antes sugerir que decir; la fuerza evocadora de la alusión que compromete al lector; el trato exigente hacia un lenguaje que prefiere la aparente sencillez; el ritmo como criterio de selección y disposición de los elementos de la frase; la evocación como impulso inicial para la recreación de espacios e instantes.  

     A primera vista, resulta difícil explicar un cambio tan veloz y repentino, inmediato se diría, pero no hay duda de que Guillermo Jiménez fue un lector atento de la revista que dirigía el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, Cosmópolis, vigilante de las nuevas corrientes literarias e interesado en las últimas novedades, hasta el punto de informar convenientemente, en la entrega de abril de 1920, acerca de los “Nuevos poetas de México”, en cuya nómina incluye a Miguel Othón Robledo, Raimundo Álvarez, Felipe Ibarra Olivares y Xavier Villaurrutia (400-404). Guillermo Jiménez, a pesar de sus  flirteos vanguardistas, no se separa del Jiménez español. Pero las reticencias o, más bien, prejuicios, no son únicamente una postura personal, sino que varios integrantes de su promoción la comparten abiertamente, como se lee en un ensayo de Eduardo Luquín, “Los ismos”, del libro Intermedio. Divagaciones: 

     Naturalmente al cabo de tantos años de producción artística, el espíritu humano, un tanto fatigado de las repeticiones, ha buscado formas nuevas de expresión; pero se ha encontrado con que la vida sigue su curso habitual, se sigue repitiendo en sus rasgos generales, por eso los innovadores han tropezado con el problema de construir lo nuevo dentro de lo viejo y entonces han surgido los ismos –el estridentismo, el dadaísmo- como esas hetairas viajes que hacen el ridículo vistiendo a la moda sin poder ocultar su vejez. (50) 

La desconfianza de “Guillo” Jiménez hacia los “ismos” no remite en ningún momento, al contrario, se acentúa con el tiempo. Es posible que a esa desafección haya colaborado no poco la polémica originada en 1925, ya presente en el último cuarto del siglo XIX, que ahora se reviste con otras descalificaciones pero que en lo fundamental rehabilitaba una vieja polémica. Víctor Díaz Arciniega resume así la munición de agravios que comienza por la “pugna generacional entre “viejos” y “jóvenes”. Pero las comparaciones y los deseos de dominio también conducen a otro tipo de enfrentamiento quizás más equilibrado en sus propias características; se trata del debate de los miembros de la misma generación. En este segundo tipo de lucha, individual o de grupos, los jóvenes atacan y defienden convicciones éticas, políticas; llegan al extremo de impugnar rasgos de la persona, como la supuesta “virilidad” o el “afeminamiento” (73). 

     Hay en el de Ciudad de Guzmán, como también en otros compañeros de promoción, una idea de modernidad asociada con la tradición que los vuelve paradójicamente muy actuales, si se consideran las palabras de Octavio Paz: “No sé si la modernidad es una bendición, una maldición o las dos cosas. Sé que es un destino: si México quiere ser, tendrá que ser moderno. Nunca he creído que la modernidad consista en renegar de la tradición sino en usarla de un modo creador” (302). La novedad de sus prosas reside en una novedosa manera de relacionar la realidad y la escritura literaria que, necesariamente, conlleva una manera distinta de presentarla. Hay que añadir otro ingrediente en la cocina literaria de Jiménez: el instante. Es decir, esa duración que impele a una manera de percibir la realidad, según Paul Neuhuys citado por Octavio Paz: “El mundo ha cambiado de faz. La nueva poesía deja de explotar quimeras y aspira a desarrollarse más en contacto con la realidad” (253). La quimera como símbolo de la literatura modernista y decadentista, finisecular por decirlo de una vez, en oposición al progreso asumido es el relevo que Guillermo Jiménez asume en sus prosas de 1919.  

      Pero el de Ciudad Guzmán preserva cierto equilibrio entre ese aire de familia y sus afinidades modernistas. De algún modo, practica lo que Juan Ramón Jiménez ha dado en llamar “Contemplación y creación, fundamento de todo acto humano, vienen a ser éxtasis y dinamismo, los dos estados simultáneos y sucesivos a un tiempo del poeta que todo hombre debe ser, sea cual fuere se actividad particular o colectiva” (313). Conviene insistir que Guillermo Jiménez en ningún momento se refiere a sus prosas como poema en prosa, tampoco utiliza el de prosa poética, si bien está más cerca de ésta que de aquél. Luis Ignacio Helguera proporciona un manual histórico y metodológico que permite rastrear el poema en prosa en la literatura mexicana. Afirma que los autores de El Ateneo de la Juventud, entre 1914 y 1924, “encierran el periodo de gran apogeo del poema en prosa en México”. Coincidencia o estrategia, todo apunta a lo segundo a pesar de lo que dice Helguera. Lo relevante es mostrar que el gusto por la prosa breve, que guarda una continuidad estética y emocional con el poema en prosa, a finales de la segunda década del siglo XX acapara la atención y curiosidad literaria en México. Difícilmente un joven escritor, recién llegado a la metrópoli, con la ambición de hacerse con un nombre literario, hubiera podido prescindir de las lecturas registradas por Helguera y, por lo tanto, modificar su gusto para aproximarse a la mágica “actualidad”. Luis Ignacio Helguera no duda en afirmar que los tanteos literarios de Genaro Estrada y Francisco Monterde obedecen a las directrices del poema en prosa, una afirmación en el menor de los casos cuestionable, pero que, aunque sea de soslayo, compete a Guillermo Jiménez: 

     Genaro Estrada no sólo comparte con su amigo [Silva y Aceves] –y con otros escritores contemporáneos suyos como Artemio del Valle Arizpe, Ermilio Abreu Gómez, Julio Jiménez Rueda y Francisco Monterde- la admiración por el México virreinal, que se deja ver en su libro de crónicas, estampas, prosas breves anecdóticas y poemas en prosa, Visionario de la Nueva España, de admirable poder evocativo-impresionista, inspirado en el Gaspard de la nuit de Betrand, […] Cuando el detallismo no pierde a su prosa en la descripción decorativa, en los pliegues de un vestido, un pañuelo o un abanico, Estrada  entrega finas instantáneas, atildadas con su afable toque de ironía. (27) 

     Si en el estilo de la viñeta no hay duda del magisterio de ambos en las prosas de Jiménez, éste a partir de La de los ojos oblicuos se distancia sobre todo temáticamente, al privilegiar la modernidad de la metrópoli como asunto central y proponer una reflexión acerca de los límites y las formas del género; un poco a la manera de Julio Torri, pero menos libresca y erudita, aunque coincide con él en el uso de la ironía. Más allá de otras consideraciones, hay una diferencia insuperable: el interés de Torri por una literatura al servicio de la crítica moral, no tiene la más mínima correspondencia en Jiménez; lo que, por lo menos, da a entender que la escritura para Jiménez no dejaba de ser un divertimento, un pasatiempo serio si se quiere, asumiendo la actitud del diletante antes que la del profesional.
 
    Justamente, Guillermo Jiménez adopta y ensaya la segunda alternativa, moderna y actual; una elección que se suma a otras para explicar la súbita trasformación de su prosa, no sólo más elaborada, sofisticada y elegante sino, sobre todo, muy actual, como si hubiera absorbido las nuevas propuestas literarias que estaban en el ambiente quizás sin proponérselo, pero que revela un espíritu vigilante y alerta, lector de novedades literarias, capaz de elegir los modelos que más le convienen. Rápidamente Jiménez abandona ese gusto literario epigonal, seguro y previsible, para sumir una actitud original que lo desmarca de la tradición sin confrontarse con ella. Guillermo Jiménez inaugura en estos libros un proceso de estilización que se impone sobre lo viejo  Biblos. Boletín semanal de información bibliográfica publicado por la Biblioteca Nacional informó de la salida de Jiménez en misión diplomática el 15 de enero de 1921, en una colaboración que lo reconoce ya como prosista y lo sitúa dentro de la novísima promoción de escritores recién llegados al ambiente cultural. Comunica que el joven diplomático había colaborado en Guadalajara con El Observador y La Gaceta de Guadalajara. Una vez en la capital de la república, “en poco tiempo logró ver editado un libro, Almas inquietas, que publicó Bouret en 1916” (9). También el colaborador anónimo advierte el gusto literario de Jiménez en ese momento: 

     Es un género literario que tiene sus escollos este de hacer miniaturas; porque o la forma perfecta y repujada anula la idea, o ésta se manifiesta vigorosa y pujante sin fiar nada al artificio exterior –y necesario- de las palabras. 

    Creo descubrir es este pequeño haz de narraciones breves, la huella de Rubén Darío: por la agilidad de ciertos pasajes: por la ligereza de ciertos giros; por la forma misma de los párrafos que no son macizos y un poco cansados. Hay notas que atestiguan el influjo del “criollismo” del autor. La fastuosidad que no es exótica en sus cuadritos aquilata también el buen gusto de quien se decide a publicar las primicias de su esfuerzo que, entre paréntesis, quiero decir que no fue infructuoso… (9) 

     Guillermo Jiménez en 1919 entregó a la imprenta el ensayo Amado Nervo y la crítica literaria, con motivo de la muerte en ese mismo año del escritor, hacia el que José Juan Tablada mostró alguna inconformidad pero que opera finalmente como una presentación de Jiménez: 

     Bello libro que luce en su carátula un retrato de Nervo pensieroso como el prócer  de la Capilla Medicea; pero cuyo título es mi única inconformidad pues se llama Amado Nervo y la crítica literaria, y el agrio vocablo suena a irreverencia y suscita precisamente en el espíritu alarmado, ese vol noir du blasphème que Mallarmé con los catorce hilos de incienso de su ejemplar soneto quiso alejar de la tumba de Edgardo Poe. […] 

    Prologa Guillermo Jiménez, cronista y cuentista de la joven generación y quizá, para no asombrarnos desde el umbral, deshoja sólo en el limen un fresco haz de flores de recuerdo y ofrenda. (328) 

     Breves palabras que, con todo, alcanzan a consignar la estirpe modernista de Jiménez entre los  nuevos escritores del momento, muy del gusto de Alfonso Reyes para quien el ensayo de Jiménez es “tan semejante al Diamante de la inquietud antaño publicado por Ruiz Castillo, Madrid, Biblioteca Nueva” (Sheridan: 408). El libro dedicado a Nervo es, aparte de la prosa inicial de Jiménez y la introducción biográfica más formal y académica del Abate de Mendoza, una antología de textos tanto del autor de Perlas negras como de otros autores sobre la persona y obra de Nervo. En ese introito poético y excesivo, donde un sentimentalismo de repostería parece no tener suficiente azúcar, Jiménez aprovecha para pergeñar un escrito de ornato antes que para ofrecer una estampa más o menos aceptable de Amado Nervo. El inicio de la prosa marca la temperatura de la colaboración:

     Quisiera que estas líneas tuvieran el raro prestigio de una flor de lis, bordada con estambres de oro sobre el peto de raso inmaculado de un trovero medioeval; que tuviera el egregio abandono de un puñado de orquídeas que tiemblan aprisionadas en un largo jarro de cristal cortado, y el encanto de unos guantes de seda que saben de alabastro y del nácar de principescas manos femeninas, y que sirvieran de señal en un libro exquisito: El retrato de Dorian Grey… (5) Un deseo decadente y enfermizo, ajustado quizás a algún momento de la obra de Nervo, pero que ya en 1919 quedaba fuera de proporción. Acaso, lo verdaderamente relevante es que en ese mismo año, Jiménez había publicado La de los ojos oblicuos y La canción de la lluvia, obras que recogen prosas que poco o nada tienen que ver con ésta: ni por la poética, ni por la sensibilidad, ni, desde luego, por el estilo.

    Quizás se trataba de un ejercicio retórico inspirado por el prestigio de Nervo en lugar de una verdadera apertura alentada por éste. Así hay párrafos enteros de una sensualidad inverosímil que no encuentran justificación en el texto mismo o, por lo menos, en el motivo de las páginas:

      Y por eso escribo esta prosa en plena reverberación de sol, cuando las opulentas rosas de los jardines se embriagan de luz; cuando las golondrinas atraviesan el azul, cual raudas saetas sonámbulas y mientras en la gran avenida las bellas mujeres se quedan pensativas frente a los escaparates de los joyeros, copiando en sus pupilas anhelantes las mágicas aguas de un topacio o el oriente hechicero de una perla lunática.

     Escribo estas líneas con el gozo inefable con que escribiera sobre un papel blasonado, el nombre verde de una mujer lejana, porque así como Arthur Rimbaud encontró los colores a las letras, para mí, Carmen es rojo como la llama de un granate y María es dueña del blanco absoluto de una camelia estupenda. (5-6)

     De cualquier manera, las diferencias entre uno y otro son evidentes: Jiménez elude el tono aforístico y sentencioso de Nervo; presenta una prosa en deuda con el modernismo pero ya en consonancia con la vanguardia, a diferencia de Nervo todavía inmerso en una estética modernista que Plenitud de 1918 no desmiente si se considera que es un breviario, un vademécum en que vierte pensamientos.  El propio Nervo revela su proyecto: “Voy a hacer un devocionario lírico –recogió sus palabras un escritor de Castilla-, un libro de oraciones, con aprobación de censura eclesiástica, y, si es posible, con la concesión de algunas indulgencias para los devotos que lo leyeren” (28).  

     La antología, preparada al alimón con el Abate González de Mendoza, presenta una selección de artículos y notas elaboradas para la ocasión, organizadas dentro del volumen en tres secciones definidas: “Opiniones”, en la que participan Rubén Darío, Enrique González Martínez, Luis G. Urbina y Alfonso Reyes; “Versos”, poemas dedicados a Nervo a cargo de Antonio Mediz Bolio, Alfonso Camín, Xavier Sorondo, Juan B. Delgado y Martín Gómez Palacio, además de Darío y González Martínez; por último, “Prosa”, que compendia una serie de ensayos y semblanzas dedicadas al autor de Perlas negras que registra la siguiente nómina de colaboradores: Rafael López, José Juan Tablada, J. Núñez y Domínguez, Ramón López Velarde, Cristóbal de Castro, Emilio Carrère, María Luis Ross, Juan Zorrilla de San Martín y Jesús Villalpando. Concluye la miscelánea con el apartado “Antología”, una selección de las “mejores prosas y” los “mejores versos” de Amado Nervo. Si Jiménez operó decisivamente como coautor del florilegio, merece una atención especial el ensayo de López Velarde, titulado “La magia de Nervo”, en el que argumenta su disidencia respecto de la obra última del autor:

     Filialmente […] me confieso reacio a sus prosas y a sus versos catequistas, alejados de la naturaleza artística y, en ocasiones, en pugna con ella. El propósito de consolar, por máximas de mayor o menor crédito, paréceme extranjero en la estética, que se atiene a su propia virtud melódica para aliviar las fatigas y los desamparos adamistas. Creo que de la confusión de estas normas surgieron sus renglones postreros, sin la carne mágica y sin el pescado sideral. En paz, El día que me quieras, Si tú me dices ven, son, ciertamente, egregios poemas, pero en ninguno de ellos se especula. Fulge en ellos la entereza del poeta, sin atrofia de doctrina, sin teoremas que humillen la conducta humana, sin gravidez de locución, sin rodeos a la invencible inquietud. Este es para mí el Nervo encantador que me sé de memoria, pleno, sobresaltado, místico, abundante de gracia, fiel a sí mismo, de urbanas y ágiles maneras, amartelado con cada creatura, y que por la concurrencia de todos los atributos en su mirada sin velos pudo cumplir el encargo de los poetas, trágicamente sacerdotal, mortalmente fonambulesco. (102)  Velarde elogia al Nervo más finisecular, al más sincero y jovial, al autor de Místicas y Lubricidades tristes, al prosista de “La diablesa”. Es decir, el Nervo a quien Jiménez se asemeja por lo menos en algunos relatos y estampas, las más mundanas y decadentes, pero también las menos actuales hacia 1920. Pero la afinidad entre ambos es innegable y, en el caso del de Ciudad Guzmán, no debió resultar sencillo abandonar el modelo literario. En este sentido, Jiménez adopta a López Velarde, sobre todo en sus narraciones campestres y rurales, pero hace lo propio con Nervo a la hora de recrear situaciones refinadas y cosmopolitas. El de Zacatecas aporta algo más que incide en la poética de muchas prosas de Jiménez y que explica su composición, al desvelar el mecanismo preferente de Nervo:

     Idealismo o realismo son cuestiones accesorias para el verdadero poeta, que no trata de anteponer los atributos a la unidad específica, ni ésta a aquéllos. El filósofo puede descomponer los seres; al poeta no le interesa, en función principal, ni le está permitido, porque su naturaleza es, ante todo, la integridad. La naranja no es, en la lira, positiva ni aristotélica: es, simplemente, naranja. Una sola cosa sabemos: que el mundo es mágico. (103-104)  La magia del mundo es la que propicia el paso de la vigilia al sueño y viceversa, hasta volver al segundo más real que la propia realidad. Este ámbito confuso e indeterminado es el que Jiménez privilegia en muchas de sus prosas, como un homenaje al modernismo, sin duda, pero también prefigurando una vanguardia apenas entrevista.      

     Enrique González Rojo sitúa a Guillermo Jiménez y Manuel Horta, en 1919, en un breve texto publicado en El Heraldo Ilustrado, como integrantes de “un medio retraído y hosco, grupo al que pertenecen también José María González de Mendoza y Francisco Monterde y García Icazbalceta”, cuya obra hasta ese momento le lleva a exclamar “Lo que es el tremendo anatema que se cierne sobre las almas de ahora. A los veinte años, hemos pensado y hemos vivido mucho…” (299). Rojo, unos años más joven que Jiménez, no duda en subrayar con cierta intransigencia los lugares comunes en los que incurre la novísima promoción, debido sin duda tanto a los anhelos de su edad como a la precocidad de sus publicaciones en un momento en que la juventud era ya un valor seguro y un activo de prestigio.   Serge I. Zaïtzeff al referirse a los amigos que José Juan Tablada, había dejado en México, durante la “etapa sudamericana”, y que le mantenían al tanto de las novedades, ofrece la siguiente nómina: “Tablada se mantiene en contacto epistolar, sobre todo con José María González de Mendoza, aunque también figuran entre sus amigos mexicanos de esos años Armando de María y Campo, Guillermo Jiménez, Manuel Horta y Jesús Villalpando”. En opinión del historiador, la afinidad de Tablada con el abate de Mendoza es mayor que con los demás pues “es quien mejor entiende la nueva estética de Tablada, ya desde 1919” (492).  No hay duda, pues, de que entre 1918 y 1920 González de Mendoza, Horta y Jiménez eran más que compañeros de oficio, constituyéndose sino propiamente en un grupo, al menos como un triángulo en el que cada quien aportaba una medida distinta, pero inseparables. Son años de actividad intensa en lo literario. En agosto de 1921 publica el de Ciudad Guzmán en Biblos un artículo elocuente de sus gustos literarios, aunque había aparecido en la revista de Enrique Gómez Carrillo, Cosmópolis, dos meses antes (271-275).  Titulado “La intelectualidad mexicana”, es un repaso a la reciente literatura mexicana acomodada según los géneros literarios: poesía, novela, filosofía, crítica y, particularmente, llama la atención un apartado llamado prosa artística, en el que no sólo se reconoce el autor sino que es el más ajustado a sus pretensiones. La prosa artística ya es entonces un cauce reconocido, distinto al relato extenso o breve, que impone sus leyes y su rigor escritural. Considera Jiménez en las páginas de Biblos: 

    Egregios paladines tiene la prosa artística o poemática: Julio Torri, cultísimo ensayista, dueño de tersa y perfumada ironía; Francisco Orozco Muñoz, espíritu afinadísimo a todo lo bello, forma con las frases arquitecturas alucinantes; Manuel Horta, el benjamín de estos temperamentos privilegiados, cuya prosa tiene la ternura de una caricia y el rumor de un beso, es florida como un almendro al reventar la primavera; el poeta de Los senderos ocultos ha llamado a este joven escritor “espíritu fraterno”; Jorge de Godoy, joyero del Gay decir, cuentista lleno de fantasía, de la suavidad de los rasos y de la sonoridad de las espadas; Agustín Basave, clásico, devoto de Santa Teresa y de Fray Luis; Francisco Monterde, de admirable y severa aristocracia artística; su último libro El secreto de la escala es un dechado de perfección; José Luis Velasco, cronista inteligentísimo y sutil, sus páginas tienen la sugestiva ligereza de una blonda secreta y el encanto de un copo de espuma, y Xavier Enciso, que con Benjamín Padilla, son los que llevan en los puntos  de su pluma la sonrisa de las horas. (131) 

     Interesante es la nómina registrada de los poetas preferidos de Jiménez, quienes ofrecen el mapa de una sensibilidad modernista, pero que no se resiste al cambio: “Sin duda, el poeta más alto que poseemos, el que ha encadenado la lírica con divinos festones resplandecientes, el que ha formado con el verso un perfume y con el ritmo un ala, es el impar Salvador Díaz Mirón”; a quien le sigue “el poeta orfebre” Enrique González Martínez; el “romántico y musical” Luis G. Urbina; y, desde luego, José Juan Tablada, “el maestro, de espíritu inquietante y modernísimo” (131). En cuanto a los críticos, Jiménez consigna los nombres de Genaro Estrada, Manuel Toussaint y Antonio Castro Leal (132).

     La alusión a Díaz Mirón curiosamente vincula al de Ciudad Guzmán con Juan Ramón Jiménez y Jorge Cuesta. El andaluz dedicó un extraordinario ensayo, “El verbo mágico de Salvador Díaz Mirón”, incluido en Obras. Alerta, a indagar en la poética del veracruzano en el que subraya el valor de la palabra que surge de una manera inverosímil: “¿Cómo Díaz Mirón llegó por un camino que era sólo suyo en México y en su momento, y después de una obra popular y en medio de una vida de cárceles y tiros, y no por los motivos verlainianos, a un hallazgo expresivo de tal riqueza léxica y sintáctica, a un tesoro tan rico y tan acendrado de combinaciones rítmicas, coloridas, luminosas?” (162). Jiménez comparte con ellos la segunda característica puesto que con La ventana abierta de 1922 se despide de la literatura propiamente de creación, a no ser por esporádicas evocaciones y recreaciones de su Zapotlán natal. Esta reactividad hacia la escritura se remonta al texto de Julio Torri, “La noble esterilidad de los ingenios”, en donde afirma que el verdadero escritor no es el de muchas palabras, sino el de la justeza y proporción. El texto de Torri es elocuente del itinerario de Guillermo Jiménez: 

     Para el vulgo sólo se es autor de los libros que aparecen en la edición definitiva. Paro hay otras obras, más numerosas siempre que las que vende el librero, las que se proyectaron y no se ejecutaron; las que nacieron en una noche de insomnio y murieron al día siguiente con el primer albor. 

     El crítico de los ingenios estériles –ilustre profesión, a fe mía- debe evocar estas mariposas negras del espíritu y representarnos su efímera existencia. Tienen para nosotros el prestigio de lo fugaz, el refinado atractivo de lo que no se realiza, de lo que vive sólo en el encantado ambiente de nuestro huerto interior. (121) 

     Jiménez comenzó casi adolescente a publicar sus poemas y prosas. Conviene notar que esa temprana retirada de la primera fila literaria, lo aproxima al escritor ideal del autor de Tres libros. El de Ciudad Guzmán abandona la pluma propiamente con La ventana abierta, aunque pasado el tiempo, la retomará esporádica y fugazmente. Hay en su decisión algo semejante a la del fracaso asumido antes, incluso, de que éste lo emplazara; algo que, además, nunca sucedió. Es aventurar demasiado acerca de las causas y motivaciones que llevaron a Jiménez a adoptar tal postura; poco ayuda conjeturar  sobre las razones de fondo que lo inclinaron a tomar esa decisión. Los años comprendidos entre 1916 y 1921, aquellos que se deben a la primera estancia de Guillermo Jiménez en México muestran no sólo las andanzas de un joven de provincia llegado a la capital; sino la personalidad de quien tiene un propósito claro y definido: hacerse con un nombre en el medio literario y cultural y, además, ingresar en el cuerpo diplomático. En 1921 había logrado lo uno y lo otro. Pero no hay que pensar en alguien decidido a conseguir esos fines de cualquier manera. Seguramente su sensibilidad y educación, su inteligencia y temperamento, junto con la porfía y el trabajo disciplinado, contribuyeron a alcanzar esas dos metas. Ejemplar es su dedicación a la literatura, no sólo se situó en el medio cultural, sino que fino lector supo descifrar aquello que el ambiente le ofrecía para proponer una poética personalísima que lo distingue de sus compañeros de promoción y que tímidamente se despliega sobre asuntos y motivos, formas y estrategias narrativas, que proponen una expectativa que los años posteriores no harán sino confirmar. No es menor la actividad empleada desde su oficina de correos para colaborar en diferentes publicaciones periódicas. Con todo, algo parece relevante, apenas hay noticia de Jiménez en las memorias y recuerdos del periodo, a no ser breves alusiones más anecdóticas que significativas. Lo cual, en último término, exhibe a un joven con la ambición de hacer fortuna en el mundo de las letras, pero siempre vigilante a la hora de preservar su intimidad. Una personalidad esquiva y retraída que, con todo, es capaz de planificar su futuro y hacerlo posible. El trato con otros escritores, incluso con los de su edad, debió de ser amable y cortés, pero con la distancia necesaria como para preservarse de indiscreciones y miradas inoportunas.  

OBRAS CITADAS:

Anónimo. “La de los ojos oblicuos. Libro de Guillermo Jiménez”. Álbum Salón, núm. 12 (octubre de 1919), s. p.

“Notas bibliográficas. La de los ojos oblicuos”. Biblos. Boletín semanal deinformación publicado por la Biblioteca Nacional, núm. 43 (8 de noviembre de 1919), p. 3.

“Nuevos poetas de México”. Cosmópolis, núm. 16 (abril de 1920), pp. 400-404.

 “Notas bibliográficas. La canción de la lluvia. Por Guillermo Jiménez. México. 1920”. Biblos. Boletín semanal de información publicado por la Biblioteca Nacional, núm. 72 (5 de junio de 1920), p.  87.

“Escritores mexicanos contemporáneos: Guillermo Jiménez”. Biblos. Boletín semanal de información bibliográfica publicado por la Biblioteca Nacional, núm. 104 (15 de enero de 1921), p. 9. 

Bonifant, Cube. Una pequeña marquesa de Sade. Crónicas selectas (1921-1948). Ed. Viviane Mahieux. México: Pértiga-UNAM, 2009.

Bustillo Oro, Juan. Vientos de los veintes. México: SEP, 1973.

Díaz Arciniega, Víctor. Querella por la cultura revolucionaria (1925). Pról. Álvaro Matute. México: FCE, 2010.

González de Mendoza, José María. “Prólogo”. Agustín Loera y Chávez. Viñetas ilustres. México: Cvltvra, 1951, pp. XI-XVI.

González Martínez, Enrique. En Anónimo. “Escritores mexicanos contemporáneos: Guillermo Jiménez”. Biblos. Boletín semanal de información bibliográfica publicado por la Biblioteca Nacional, núm. 104 (15 de enero de 1921), p. 10.

González Rojo, Enrique. Obra completa: versos y prosa (1918-1939). México: Universidad de Occidente-El Colegio de Sinaloa-Siglo XXI, 2002.

Helguera, Luis Ignacio. Antología del poema en prosa en México. México: FCE, 1993.

Jiménez, Guillermo. Almas inquietas. México: Bouret, 1916.

Del pasado. Pról. Enrique González Martínez. México: Botas, 1917.

 “El collar”. Álbum Salón, núm. 1 (5 de julio de 1918), s. p.

Amado Nervo y la crítica literaria. México: Andrés Botas, 1919. 

 “Crónica romántica”. Cervantes (enero de 1919), pp. 92-94.

 “Tea-Room. Le souvenir d’autres yeux”. El Universal Ilustrado (14 de marzo de 1919), p. 5.

 “Prosistas jalicienses”. Álbum Salón, núm. 9 (marzo-abril de 1919), s. p. 

 “De La de los ojos oblicuos”. El Universal Ilustrado (25 de abril de 1919), p. 12.

 “La de los ojos oblicuos. Apunte de García Cabral”. Álbum Salón, núm. 12 (octubre de 1919), s. p.

La de los ojos oblicuos. México: Librería Española, 1919.

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TEXTO TOMADO DE LA REVISTA: Journal of Hispanic modernism, Issue 6 (2015) pág. 18 a 38.

http://jhm.magazinemodernista.com/wp-content/uploads/2015/01/JHM_Issue_6_20151.pdf




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