Ermilio Abreu Gómez retrata de carne y hueso a Guillermo Jiménez


Guillermo Jiménez el gran escrito de Zapotlán el Grande

Guillermo Jiménez, nació en Ciudad Guzmán, en 1891, de a poco se adentró en el universo de la literatura, empezó a escribir y a publicar, ingresó en el mundo de la diplomacia, se codeó con grandes escritores, su fama como literato fue en ese contexto. Después de cien años se le recordaba sobre todo en su lugar natal. Apenas ahora se empieza a revalorar su importancia y se le llama con justeza un gran maestro de nuestras letras.

    El escritor (yucateco) Ermilo Abreu Gómez hizo un retrato muy personal de Jiménez que nos acerca al personaje de carne y hueso:

     “Grandote, panzón, mofletudo, de caminar lento, de ademanes orquestales, de palabra florida, como si quisiera terminar en verso, anda Guillermo Jiménez por el mundo de las letras ni envidiado ni envidioso. Desde hace años es uno de los escritores más independientes de México. No fue hombre de grupos ni de tertulias ni de cuadrillas herméticas. Su obra se desarrolló más bien en la soledad hogareña, de tarde en tarde se escapó de esta dulce soledad. Apareció entonces por los cafés literarios de la capital.

                     Para Ermilio Abreu Gómez: "Los libros de Guillermo Jiménez, quedarán en la literatura moderna de México como ejemplo de lo que es una honda sinceridad expresada con sencillez y emoción".

     “Hace años iban a El Fénix, época de Florisel, de José Elizondo, de José Gorostiza, de Bernardo Ortiz de Montellano. Después fue al Teka. Días de Rodolfo Usigli, de Jorge Cuesta, de Samuel Ramos, de León Felipe, de Xavier Villaurrutia, de Celestino Gorostiza. Más tarde se acercó al París. Tiempos de Letras de México y presencias de José Moreno Villa, Octavio Paz y Octavio G. Barreda.


     Y por último se llegó al Fornos y se sentó a la mesa de José Luis Martínez, Alí Chumacero, Juan Rejano, José Herrera Petere, a estas tertulias llegó siempre como cometa. Un día cualquiera apareció, pausado, sonriente, saludó, se sentó, cuenta una historia de París, otra de Madrid, refiere por centésima vez la anécdota de aquel ya no tan joven escritor mexicano que, para ganarse el panecillo diario, trabajó en un circo por cinco francos a la semana. No entra nunca en ninguna discusión, escucha y habla. De pronto, se levanta, saluda y se va. Desaparece por días, por semanas, por meses. Sólo las revistas literarias recuerdan de vez en vez su existencia activa.


     “Se refugia en su casa. Allí en la paz de su hogar pasa las más de las horas. Su biblioteca es un verdadero pequeño museo, donde se juntan reliquias y recuerdos; retratos, cartas, poemas y libros. Allí están los mejores retratos de Enrique Gómez Carrillo.


     “Aquí algunos de Carlos Baudelaire. Acá unos espléndidos de Paul Verlaine. En este dibujo se ve la mesa en que solía escribir Oscar Wilde. En este cartapacio se guardan manuscritos, originales, de Urbina, de Nervo, de Icaza. Cuando le visito le encuentro siempre en la penumbra de su biblioteca. Trabaja y trabaja en los mil compromisos literarios que siempre tiene.


     “Ahora los recuerdos empiezan a dominar a este escritor que tiene más de cincuenta años. Los recuerdos, digo, empiezan a gravitar sobre su facultad creadora. Se cruzan el tiempo biológico y el tiempo espiritual –según la frase de Young-. También creo que dijo algo por el estilo Carrel. De estos recuerdos han salido ya los mejores, los más acendrados libros, que ha compuesto. Estos libros quedarán en la literatura moderna de México como ejemplo de lo que es una honda sinceridad expresada con sencillez y emoción. Me refiero a Constanza y a Zapotlán”.

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