Constanza
Por: Enrique Fernández Ledesma
A CABO de recorrer las páginas de un libro primoroso, de una plaquette editada con el gusto fácil y aristócrata de la casa Caro Raggio, de Madrid, y empastada en damasco de seda.
A la verdad, este refinamiento de presentación es correlativo a los quilates espirituales de Constanza, obra en cuyas páginas ha puesto Guillermo Jiménez el luminoso numen de su ternura filial.
Constanza se lee en quince minutos y la emoción de la lectura nos ronda horas y horas... Así es de fina, de pura, de primaria la belleza de los breves pasajes de la obra. Sus cuadros, realizados con una sobriedad mate., dan una impresión de pulimento discreto, de sedante refugio, de tersura cordial. Porque lo más cautivador del minúsculo volumen es la concordancia entre su emoción y su estilo. Allí hay equilibrio. Y entre lo que se dijo y la forma en que se dijo, hay un nexo que regula los matices de la palabra y que pone a escala el crescendo de la emoción.
Esto no quiere decir que la escala de Constanza deje de tener la malicia del metier. Seguramente que para realizar los efectos de unidad, en la emoción y en la forma, ha sido menester acopiar experiencia en las letras y conocer muy de cerca la fisonomía de los ros y los enigmas del lenguaje. Pero si la aparente simplicidad de Constanza es deliberada, no por ello es menos legítima su pureza de obra de arte. Al contrario. Guillermo Jiménez puede considerarse victorioso si ha logrado—como logra en esta ocasión—constreñir los recursos del literato y esfumarlos en un efecto. Tal disciplina, derivada de un proceso angustioso de almacenamiento, es cruel, pero sus maniobras llevan la certera sabiduría del timón.
En Constanza hay todo esto casi cristalizado. Hay más. Hay el volumen subjetivo necesario para lamentar lo fugaz de las páginas. Se quiere seguir leyendo, y al doblar un capítulo, levantar los ojos y meditar con fruición en la ideal tersura de las notículas, para retardar el gozo diletante de tropezamos con más escenas de encanto, con más brotes de dolor pudoroso, con más recatadas confidencias...
En el libro de Guillermo se estilizan los pasajes de amor y de inocencia de un niño triste y la gracia doliente de una madre enlutada. No hay hipos congestionados, ni hipérboles lacrimosas, ni vocablos excesivos. Hay una doble melancolía, recta, pura y casta como una vara de nardo.
Entre los continuos aciertos de simplicidad del escritor, brota éste: «Mamá es muy hacendosa. Cuando no teje estambre, marca las sábanas orladas de encaje y los manteles con su lindo nombre de reina: Constanza...» El tono menor que usa para encarecer su ternura y aun para impedir que sea detonante, recuerda un poco la desmayada elegancia de Valle-Inclán. Pero siempre hay por encima de todo. un leve matiz de criollismo que aletea con individual encanto.
Guillermo es, en Constanza, dueño de una aristocrática emoción. Lo que tiene de estallante en su trato personal; las frecuentes estridencias de sus juicios, las crudezas de sus entusiasmos y los detonantes impulsos que redoblan en su tambor juvenil, se esfuman en esta bella obra, para dar paso a la intelectual distinción del espíritu. Por eso, y no porque el autor es mi amigo, he loado las preciadas bellezas de este Libro de Horas.
Guillermo Jiménez se ha conquistado con las minúsculas páginas de Constanza la admiración de los hombres de letras y la conmovida simpatía de las mujeres de corazón.
Gran obra de un Zapotlense casi olvidado
ResponderEliminarFelicidades Héctor Alfonso por seguir cultivando este afecto
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